La verdad ausente
Sin duda no soy muy inteligente: en todo caso las ideas no son mi fuerte. Siempre me han decepcionado. Las opiniones más fundamentadas, los sistemas filosóficos más coherentes (los mejor elaborados), siempre me han parecido absolutamente frágiles, me han causado cierta repugnancia, insatisfacción, un molesto sentimiento de inconsistencia. De ningún modo doy por cierto los juicios que emito durante una discusión. Con los que no estoy de acuerdo, casi siempre me parecen también válidos; es decir, para ser exacto: ni más ni menos válidos. Se me convence, se me hace dudar fácilmente. Cuando digo que se me convence: es, si no de alguna verdad, por lo menos de la fragilidad de mi opinión. Además, la mayoría de las veces el valor de las ideas se me revela en razón inversa a la vehemencia con la que se emiten. El tono de la convicción (incluso de la sinceridad) se adopta, me parece, tanto para convencerse a sí mismo como para convencer al interlocutor, y más aún, quizás, para reemplazar la con...