Leyendo sin moverse del sitio
Imagina un poema que se inicia con una pareja
que mira un valle, ve su casa, el prado
de atrás con sus sillas de madera, sus trozos de verde sombreados,
su cerca de madera, y más allá de la cerca el brillo ondulante de plata
del estanque del lugar, su otro extremo enredado de mirto bermellón
bajo la luz huidiza. Ahora imagina que alguien lee el poema
y piensa: “No pensé que sería así”,
y lo mete en un libro, mientras la pareja
descuidada, siente que nada se pierde, ni el blanco
destello de la cola de un pájaro carpintero que captura su vista, ni la leve
agitación de las hojas en el viento distraen su mirada de la cúpula de madera
de un cerro cercano donde el crepúsculo ya esparce su violeta.
Pero el lector, que salió a dar un paseo en la noche de otoño, con todos
los sonidos aprisionados de la naturaleza moribunda junto a él, olvida
no sólo el poema, sino dónde está, y piensa en cambio
en el opaco espejo veneciano del vestíbulo
junto a una escalera circular, y en cómo las estrellas del espejo negro del cielo
se hunden y el mar las apila en la playa como espuma.
Tanto flota a la deriva en los cuartos siempre abiertos de otro lugar,
no puede acordarse de quién era la casa, o cuándo estuvo allí.
Imagina ahora que años más tarde se sienta bajo la lámpara
y saca un libro del estante; el poema cae
a su regazo. La pareja cruza un campo
para llegar a la casa, todavía sienten que nada se ha perdido,
que seguirán viviendo protegidos, encerrados
en la atmósfera ambarina del crepúsculo. Pero cómo podría saberlo el lector,
sobre todo ahora que mete nuevamente al libro el poema,
sin verlo, al libro donde el poeta mira fijamente las estrellas
y dice a la hoja en blanco: “¿Dónde, Cielo, dónde estoy?”
Mark Strand
Versión Elisa Ramírez Catañeda